A Belascoarán, a diferencia de los escritores de novelas policiacas, le gustaban las historias complejas, pero en las que no pasaba nada. Lo suyo era el barroco cotidiano, no el religioso; de ser posible sin muertos ni heridos. Estaba hasta los mismísimos güevos de la violencia, en particular de la que le caía encima. Se sentía trite, desheredado, extranjero, Robinson Crusoe a mitad e la calle más transitada de Tokio; marcado, enfermizo, lento, ajeno. De eso trataba toda la pinche historia, de un tipo que era ajeno. [..]
Tampoco se acaba de encontrar a gusto en la frontera, ese nombre extraño que usaban para designar una mezcla de territorios marcados por el dudoso privilegio de estarse sobando con Estados Unidos. Era fácil enamorarse de los desiertos de Chihuahua o de la calle Revolución en Tijuana; podías amar hasta la locura aquellos cielos azules sonorenses, o el cantadito del acento de las vendedoras de frutas de Piedras Negras. Si eras mexicano no podías vivir sin el fantasma de Villa, y la larga tela de malla verde que separaba los dos planetas ejercía la misma maligna fascinación sobre ti que sobre un guatemalteco deseoso de brincarla. Bueno, todo eso. Pero tú no eras de aquí. No te acababan de alumbrar bien los faroles ni acababas de hacer tuyos los miedos. Eras y no eras.
Sueños de frontera. Desvanecidos. Adiós, Madrid
Paco Ignacio Taibo II